La exquisitez
de ser nosotrxs
Parada
frente al
Guernica
En torno a la obra hay un
sinfín de atribuciones
simbólicas que nunca fueron
aclaradas por el artista.
Confieso que durante mucho tiempo tuve el
prejuicio a la obra de Picasso, derivado del
desconocimiento. Mi primer acercamiento a su
estudio fue en el curso de Poética de lo visual
de Don Eduardo Peñuela, quien era un exiliado
español afincado en Brasil. En su análisis se filtraba
lo personal: recuerdos dolorosos de un niño que
vio morir a su hermana de tifus, mientras vivían
escondidos en una cueva de la región de Almería.
Picasso, a través de esta obra dotaba de dignidad
a las víctimas al reivindicar lo humano frente a la
barbarie. Entendí que su estudio debería hacerse
con profundo respeto, conocimiento de la historia
y un agudo ejercicio de percepción.
En abril de 1937, aviones bombardearon a la
población vasca de Guernica, lo que marcó
uno de los hechos más crueles de la guerra
civil española.
El mismo año, Picasso recibió la encomienda
de una obra para el pabellón español en la
exposición internacional de París. Dicen que
fue la impresión de la masacre lo que inspiró
al artista a hablar del horror de la guerra y se
creyó que el impacto de la obra sería equivalente
a ganar una batalla a los fascistas.
En torno a la obra hay un sinfín de atribuciones
simbólicas que nunca fueron aclaradas por
el artista. Algunos señalan que hay una clara
inspiración de una escena del film “Adiós a las
armas”, basada en la novela de Hemingway.
Otros señalan que, Picasso lo vio como una
oportunidad de denuncia y contraofensiva
desde el arte.
Lo que para las versiones oficiales era una
pintura con cuerpos sin sentido, para otros
lo que comunica hiela la sangre: gente
huyendo, quemados, desmembrados, heridos
arrastrándose, gritos de dolor y muerte. Una
España retratada desde los opuestos: blanco
y negro, el día y la noche, la bondad y la maldad.
Si nos detenemos en sus elementos, aparecen
signos a la mirada: el alfa y el omega como
principio y fin. Un toro que nos mira de frente
confrontando ser solo espectadores de la
masacre. El caballo doliente y desbocado como
los republicanos. El desconcierto del rostro que
se asoma y que con una vela descubre el dolor.
La bombilla en lo alto como la idea de hogar y
el gran ojo de la verdad, que observa. El brazo
mutilado pero aún en lucha, junto a una tenue
flor como esperanza perdida. Pero permítame
detenerme en un elemento en particular: el
rostro de dolor de la mujer que carga a su hijo
muerto en brazos, que recuerda a una Piedad,
o a esa otra madre que apareciera en el film de
Einsenstein “El Acorazado Potemkin”. La visión de
Picasso sobre la mujer y su tragedia materna,
desde el trazo es simple y a la vez compleja:
clama al cielo su dolor y derrama lagrimas
que duelen como agujas. Seguramente, si
pudiésemos imaginar la obra en un escenario
audiovisual, podríamos escuchar desde el grito
doloroso al silencio dramático absoluto.
De la exposición en Paris, la obra llegó a E.E.U.U. en
1942 para instalarse en el MOMA. En 1981 regresó a
España cuando se cumplió la petición del artista:
“Solamente debe volver cuando se instaure la
República”, pero el artista no pudo ser testigo
de ello, pues murió en 1973.
No exagero si le digo que ese grupo de estudiantes
que compartíamos la clase de Don Eduardo
Peñuela, caímos irremediablemente ante el
genio artístico de Picasso, pero principalmente,
caímos en total silencio ante el dolor mostrado
en la obra y ante el maravilloso poder de la
imagen.
Es así que, esta obra ha servido para agitar
consciencias, lo que es una reflexión necesaria;
pues de Guernica a Hiroshima, Siria o México,
la lección sigue sin aprenderse.
Diana Elisa González Calderón
Doctorada
por la Universidad Autónoma de Barcelona.
Es docente e investigadora en la Universidad
Autónoma del Estado de México.