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Por: Ignacio Mendoza
Fotografía: Archivo
Fotografía: Archivo
Un oficio duro
Todavía falta mucho por hacer, para
que los narradores no sean vistos como
tipos temerarios, con un oficio duro cuyo
afán en nuestra comunidad sea tomado
como algo arriesgado o improductivo.
En días pasados almorcé con
un amigo que se dedica a
escribir profesionalmente.
Sus obras –publicadas por
un sello de distribución
internacional- califican en ese ámbito
considerado por muchos lectores como
“valioso” porque trata aspectos que, en
una opinión generalizada, “sí tienen utilidad”, ya que ofrece contenidos por los
cuales los consumidores desembolsan
gustosos un promedio de 400 pesos
para aprender una estrategia de negocios.
Animado, mi amigo hablaba de
la buena recepción que tenía su más
reciente título, mismo que lo iba a poner
en una gira sudamericana de talleres y
charlas que estarían muy bien pagadas.
Al oír aquello me atreví a preguntar si
algún día incursionaría en la narrativa.
La respuesta fue lapidaria: no, “ahí se
requiere otro tipo de preparación; ademásala ganancia no es proporcional al
esfuerzo”.
Luego de eso recordé a aquellos
otros amigos que se clasifican como
narradores. Imposible recordar los años
que pasan (al menos dos) hablando de
obras que escriben con la paciencia de
un franciscano y que en no pocas ocasiones incluso abandonan dado que “la
historia se les escapaba”.
También fue inevitable recapitular la
pasión que viven cuando traen su obra
bajo el brazo para dar con una editorial
-marginal la más de las veces- que lea
su manuscrito, que apruebe la edición,
que ponga al texto en una larga fila de
producción que puede tomar seis meses
o un año antes de colocar al texto en un
estante, así hasta entrar a otra dinámica donde el narrador deja de ser autor
y se convierte en publirrelacionista,
ponente, promotor, cuentacuentos: una
espiral que en muchas ocasiones termina con libros encajonados o puestos
a precio de remate. Y a pesar de ello,
esos amigos, a diferencia de aquel con
quien almorcé, quien se dedica al cien a
escribir e informarse, sortean la odisea
mientras cumplen con trabajos rutinarios, pagan cuentas, atienden familias,
es decir; mientras viven en una jungla
de prejuicios donde la narrativa no es
un empleo, sino apenas un hobby.
No obstante, lo cierto es que, a diferencia de aquel amigo que ahora se halla
en Sudamérica promoviendo su método
para dinamizar negocios por medio de
talleres y presentaciones de libros, los
narradores que he mencionado asumen
que las reglas del juego donde se mueven así son y así serán por muy injustas
o poco redituables que resulten.
No les importa sufrir pues antes
desean ser leídos, comentados, criticados, puestos en una perspectiva
de futuro donde el hecho de vender
no necesariamente tiene cabida… lo
cual, creo, está mal. Lo creo porque
el problema no radica en que existan
perfiles redituables o no redituables,
sino más bien en formar públicos y criterios donde se demuestre que el arte
tiene un valor tan particular que, por
ello, debe apreciarse y valorarse como
cualquier otro ejercicio profesional que
exige calidad y rigor.
Pero hacer eso no es tarea de los autores, ni siquiera de las editoriales. La tarea
le corresponde a quienes inciden directamente en la formación de una persona,
como sería el caso de las escuelas, los
medios de comunicación, las instancias
públicas y privadas relacionadas con el
fomento cultural y artístico, las familias.
Sólo en ellas es donde puede cambiar
la perspectiva en torno al valor del arte,
una perspectiva que quizá puede dar
sus primeros pasos precisando que el
arte es algo muy cercano a nosotros.
Esa tarea no requiere de grandes
inversiones, sino más bien de grandes
estrategias. Mientras eso no suceda,
los narradores seguirán siendo vistos
como tipos temerarios con un oficio
duro cuyo afán en nuestra comunidad
será tomado como algo arriesgado o
improductivo incluso por aquellos
que, como mi amigo del almuerzo, han
hecho del mismo objeto, el libro, y de la
misma vocación, la escritura, la forma
de ganarse el pan con decencia.
Ignacio Mendoza
Catedrático, escritor
y promotor cultural. Ha sido Premio
Nuevo León de Literatura y Director de
Cultura en el Municipio de Monterrey.
También se ha desempeñado como
profesor de Letras Hispanoamericanas, y
prepara actualmente su segunda novela.
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