Hacer mundoMe pregunto si hemos
matado a la educación. Me pregunto
si el celo por nuestra
imagen o la carrera
loca por el dinero ha licuado la gran
conciencia de Occidente, esa que se
fundamenta en la idea de persona
como puntal de la vida.
Ahora lo sabemos, después de un
año de muerte y dolor. La vida no
se trata de acumular riqueza, no se
trata de ser un genio de los procesos
productivos, no se trata de arrasar
al otro con la imagen propia, no se
trata de aprender a venerar a los
sistemas como mini dioses de nuestro instante. Tampoco se trata de
hacernos una estatua de nosotros
mismos apuntalada en el consumo,
las redes y la atracción de capital. La
educación tradicional ha mostrado
sus grandes fallas precisamente en
el momento más critico. Cuando la
universidad, el centro neurálgico de
las ideas que protegen al individuo
y que procuran la preservación del
espectro social, falla de esta manera,
entonces todo lo demás esta en peligro.
El tipo de educación que hemos
obtenido a partir de los años ochenta
se fundamenta en el gasto y el consumo, en el éxito social a cualquier
precio, en el amor a la tecnología
sobre la persona, en la destrucción
del espacio publico, en la extracción
desalmada de los recursos naturales.
Por años hemos sido adoctrinados
en el derroche y la dilapidación de
recursos. Este tipo de educación nos
promete pertenecer a la estructura
dada, más nunca para cuestionarla.
Nos exige respetar preceptos y seguir las determinaciones sociales sin
revisarnos ni cuestionar, aceptando
el estado del mundo mientras nos da
a cambio confort y la promesa de la
eterna juventud. La educación ya no
procura la duda, ni la provocación,
ni el deseo de rebeldía, por el contrario ha provocado el culto a un yo
vacío, ha relanzado la lucha por la
imagen a niveles alucinantes. Nos ha
hecho presas de un egoísmo desmesurado que es el principal enemigo
de lo público y del bienestar social.
Enviamos a nuestros hijos a las
aulas para ser transformados en un
Narciso contemporáneo que hace
del individuo un amante de su propia figura, desligado por completo
de las vicisitudes que aquejan a una
sociedad como la nuestra. Este tipo
de educación, en la que se presenta
la mercadotecnia como la raíz espiritual de nuestra mirada, nos acerca
a un estado de barbarie educativa.
Hoy tenemos que preguntarnos que
tanta barbarie producen y provocan
los sistemas educativos en los que
participamos, que tanto colocan a la
persona como el centro fundamental
de su discurso o que tanto la educación genera anti civilización lista a
disolver al individuo a favor de un
entramado de éxito social en donde
es más importante la producción
de automóviles que la protección
de un grupo social. La educación
actual no coloca la vida en el centro
de su discurso, coloca la compra, la
máquina y el prestigio. Este tipo de
instrucción se equivocó en todo, nos
rompió, nos hizo máquinas, nos privatizó.
Extrañamente, un virus ha venido
a educarnos, ha venido a vencer
nuestra soberbia y nuestra gran
banalidad, ha venido a dejar en
ridículo a las grandes estrategias
de venta, esas por las que se pagan
millones. Con la aparición de este
mal, algunos entendimos que la vida
está más allá del concurso del mercado, que la vida se trata de cuidar
al otro en mí, que se trata de hacer
crecer el espacio público, de tener la
conciencia de que el otro existe. La
mirada maquinal que nos introyectan las pedagogías del éxito amenazan con disolver al mundo, el virus
nos obliga a tener conciencia por los
límites personales y las afectaciones de las acciones propias sobre los
demás.
El virus nos enseña que no es la
riqueza el fin único de la existencia,
que no se trata de innovaciones o
emprendurismo barato a cualquier
costo, se trata de entender y proteger al otro, de apreciarnos en
nuestra dimensión mítica y corporal, de valorar la fuerza vital que
se desprende de la persona. Cuidar
al otro es la única forma de hacer y
hacernos en el mundo. Es urgente
entender que no estamos en medio
de una carrera infame, que pertenecemos a una red de personas, frágil
y más frágil gracias a los genios que
han hecho una maquiladora de cada
uno de nosotros. El virus nos ha forzado a ver al otro, nos ha forzado a
protegernos protegiéndolo, no hay
otra manera de enfrentar esta crisis
descomunal.
Esta es la verdadera crisis de Occidente, la crisis de la disolución de
la persona. El virus ha hecho lo que
no pudo hacer la universidad contemporánea: ha puesto al prójimo
nuevamente en el centro del discurso. No será posible el futuro si
no procuramos la presencia de los
demás como una forma de construirnos.
Hacer mundo es pensar en el otro,
lo demás puede esperar.
Samuel Rodríguez Medina
Email: samuelr77@gmail.com
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre Profesor de
Arte, Cine y Estética en el ITESM campus
Monterrey. Cuenta con un posgrado
en Filosofía Contemporánea por la
Universidad de Granada. Su más reciente
publicación literaria es el libro de
cuentos “La Ausencia” editado por Arkho
Ediciones en Buenos Aires Argentina.