Rostros y rebelión: lo que nunca debimos olvidar
Hemos olvidado lo que
somos. Nuestro destino se ha ido diluyendo entre fiestas de
Instagram o fantasías
digitales. Nuestra fuerza ha quedado
reducida a las cenizas de un modelo
de belleza insostenible. Permíteme
querida lectora, lector explicarme.
Si algo nos enseñó nuestra tradición
cinematográfica es la potencia de
un rostro. El rostro es un sitio de
encuentro, es rebeldía pura y viva, es
reflexión sobre la profundidad social
de un país que nació rebelde.
Los rostros de Dolores del Río, de
Lilia Prado, de María Félix, de Diana
Bracho, de Yalitza Aparicio, por citar
a los rostros de mujeres que incendian la pantalla con su belleza, nos
remiten a la necesidad de aprender
a leernos en la siempre digna pantalla de plata. Si el cine mexicano es
reconocido como una potencia cultural es porque logró encumbrar el
rostro y la belleza como una forma
de rebelión.
Hemos asesinado la belleza, es
decir, hemos provocado una disolución de los efectos sociales de la
belleza en favor de imágenes fundamentalmente falsas, operativas sólo
en el instante, llenas de sí mismas.
El cine mexicano plantea un antídoto ante tal degeneración social.
El rostro en nuestra cinematografía avanza críticamente hacia
la revisión de su atmósfera social,
de tal manera que la belleza de una
mirada o de un contorno es sólo un
filtro para llegar a la posibilidad
de la rebelión ante, por ejemplo, la
gran injusticia social que padecemos desde la fundación de este país
interminable.
Mientras que las plataformas
digitales nos prometen la gloria de
la eterna juventud o la exaltación
momentánea de la belleza propia y
prefabricada, el rostro que retrata
nuestro cine es libertad en movimiento. Es deseo de intensidad histórica, es el registro de las luchas
de toda una sociedad necesitada de
expresión desde la dignidad. Apreciar un rostro de nuestro cine es
aventurarse a transitar los terrenos
de la disidencia y de la afirmación
histórica.
Hemos decidido olvidar, hemos
decidido aceptar el fin de la belleza
como aquello que da a luz la necesaria búsqueda de lo transformador. Hoy la belleza como la entiende
el entramado de consumo es solamente un estado de autocomplacencia que mueve la industria del ego a
niveles nunca vistos. Hoy no deseamos movilidad social, ni acabar con
la injusticia, a lo más que aspiramos
es a sostener nuestra propia imagen
en un mundo que promueve la vanidad a niveles tan enfermos que ya ni
siquiera tenemos fuerza de contrarrestarlo.
Es urgente regresar a lo que nunca debimos olvidar, a la belleza que
da a luz, que se llena la cara de tierra
viva y verdadera. Al rostro de María
Candelaria, de Doña Bárbara, al rostro de Roma. A ese sitio de encuentro entre la mirada y sus necesarias
rebeliones, de otra manera corremos
el peligro de quedar presas de nuestra propia imagen como un Narciso
contemporáneo harto de sí mismo
y sin posibilidad de libertad verdadera.
Samuel Rodríguez MedinaEmail: samuelr77@gmail.com
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre
Profesor de
Arte, Cine y Estética en el ITESM campus
Monterrey. Cuenta con un posgrado
en Filosofía Contemporánea por la
Universidad de Granada. Su más reciente
publicación literaria es el libro de
cuentos “La Ausencia” editado por Arkho
Ediciones en Buenos Aires Argentina.