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Fuego a discreción
Todo sea en nombre de la ficción
Tras diez años de obstáculos que el director Andrew Dominik soportó con entereza, Netflix estrenó hace unas semanas Blonde, la adaptación al cine de esa novela de Joyce Carol Oates que en algún momento se ofertó como “la biografía definitiva de Marylin Monroe” pese a narrar sucesos inventados. Con ella apareció una controversia que, por razones de fondo más que de forma, obliga a preguntarse cómo es que la película pasa de estreno de temporada a teatro de la crueldad. Al parecer cualquier arrebato con potencial para pontificar bien vale una odisea, más si se escuda en la ficción… y es que la ficción es el único parapeto con el cual podrían justificarse los excesos de esta cinta que ha dejado de ser eso.
Recapitulemos: en términos cinematográficos, Blonde no escatima aciertos ni tampoco desatinos (la cascada cayendo del lecho de los amantes contra la felación que palidece ante su similar de Requiem for a dream), no es una biopic pero así se insinúa, tampoco da espacio para ver a la protagonista desde otro ángulo que no sea el del infortunio aunque cualquier fan de Marylin sabe que su vida personal no fue miel sobre hojuelas, en fin… hay otras cuestiones más por las cuales la cinta tiene sus oportunidades y, aun así, ninguna de ellas constituye el motivo esencial para reprobarla. El problema radica más bien en haberse servido de la tragedia para favorecer un discurso que hace de la indignación el tópico de la temporada. Y es que, por donde quiera que se le vea, Blonde indigna por ser una oda a la mentira, a la explotación, a todo lo patriarcal y machistas que podemos ser, lo cual no es cuestionable. Lo irresponsable es el tratamiento que se le dio a la historia para que llegáramos a dicha conclusión. Para quien lo dude, aplique este truco: ponga un nombre cualquiera a la protagonista y observe si la perspectiva en torno a la controversia sigue centrada en el dilema, no en la anécdota. Si la atención permanece en el dilema entonces quedará demostrado que Dominik echó mano al nombre de Marylin Monroe porque funciona como gancho.
Ahora bien: la ficción no tiene por qué ajustarse a la realidad (no olvidemos que Blonde parte de una novela, no una biografía), pero su legitimidad depende del punto de vista por el cual se narran los hechos. ¿Desde cuál punto de vista atestiguamos el viacrucis de Marylin? Evidentemente del de un director que ignora la inteligencia de su personaje y la del público a quien cree engañar con el gato de lo visual por la liebre de la calidad narrativa. Los espectadores entonces asistimos a una trama donde el director despliega su enfoque en sesiones fotográficas, el trasero de la actriz, los desnudos gratuitos, la felación al presidente Kennedy, una cavidad vaginal y hasta el feto que conversa, representantes pues de esa obsesión de Dominik por un discurso, que no por un personaje, la cual terminó favoreciendo lo que denuncia: la explotación de la mujer por los hombres.
Es muy probable que la película no trascienda. De largo pasarán sus logros técnicos o estéticos y terminará atrincherada en lo ideológico aunque de tono burdo, rayano incluso en la ridiculez (cómo olvidar la conversación antiabortista que casi termina en parodia). Y es que así son las obras de ficción donde los intereses de sus creadores parecen no ser artísticos: no dejan espacio para la mesura. En conclusión, si el interés de Blonde era causar polémica, vaya si lo logró con creces. De lo contrario, ya la pondrá en su justo lugar el tiempo… o los estrenos que Netflix tenga en puerta.
Ignacio Mendoza
Catedrático, escritor y promotor cultural. Ha sido Premio Nuevo León de Literatura y Director de Cultura en el Municipio de Monterrey. También se ha desempeñado como profesor de Letras Hispanoamericanas, y prepara actualmente su segunda novela.
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