La pasión de Mario Vargas Llosa
La pasión de Mario V. Llosa por los dos personajes
centrales de su novela: Flora Tristán y Paul Gauguin,
buscadores del Paraíso.
Trece años atrás, en 2011, me encontré con
M. V. Llosa en la Feria del Libro de Buenos
Aires que él inauguraría, en medio de una
gran polémica. Fue la curiosidad, renovada
tras haber releído “La tía Julia y el escribidor” -que devorara en los años de plomo de 1977 y
78 en Buenos Aires- lo que me llevó a
comprar y leer con urgencia en esos
mismos tres días para profesionales
de la feria, la novela del peruano, “El
Paraíso en la otra esquina”, publicada
por primera vez en marzo de 2003 por
Alfaguara.
El texto cuenta, como dice el propio escritor, toda la peripecia de vida
de dos personajes fascinantes por sí
mismos: la peruana Flora Tristán, -hija
del arequipeño Mariano de Tristán y
Moscoso y de la francesa Anne Pierre Laisnay, feminista y socialista-, y
Paul Gauguin, nieto de Flora y pintor
que vivió en Lima algunos años de
su infancia. Gauguin, hastiado de su
ambiente europeo, sintió el llamado
de lo salvaje de otras civilizaciones,
que él veía, como casi todo intelectual
europeo, más primitivas. Abandonó
Europa y se fue a Tahití, donde su pintura empezó a adquirir otros colores.
Cuentan que, estando en las lejanas
islas, un día comentó: “Mi abuela era
una mujer curiosa”. La verdad es que,
en sus memorias póstumas, “Antes y
después”, libro de 1918, se percibe que
el conocimiento que tenía de ella, Flora
Tristán, no era tan profundo.
Sin embargo, a ambos los unía un
vínculo fuerte, algo que seguramente
se reflejó también en sus caracteres
y temperamentos, algo de su sangre
común tal vez, haciéndolos -a cada
uno a su modo- dos seres fuera de lo
común. Sin duda que Flora Tristán fue
mucho más que lo que entendemos,
incluso hoy, por una personalidad
excéntrica. En la historia del socialismo utópico del siglo XIX y en la
del feminismo mundial, Flora Tristán ocupa, por lo
menos, un lugar tan importante y destacado como
el que su nieto tiene en la historia de la pintura de
su época. En este libro, Vargas Llosa hace un contraste permanente de las dos personalidades y de
los dos sueños respectivos. “Un sueño utópico social
y un sueño utópico artístico”. Además,
la obra refleja muy bien los brillos y
también las tragedias del siglo XIX,
una época de grandes construcciones
utópicas y de conflictos profundos que
irían a estallar estrepitosamente en
el siglo XX.
Son ven a Flora Tristán una de
las pioneras y precursoras del pensamiento revolucionario de Marx y
Engels, figuras que le dieron al socialismo su carácter científico, aunque la
peruana haya muerto un poco antes,
el 14 de noviembre de 1844, -año en
el que Karl Marx termina de escribir Crítica de la Filosofía del Derecho
de Hegel- todavía muy joven, a los 41
años. Su cuerpo fue llevado hasta el
cementerio de Burdeos por los obreros de la ciudad, que además juntaron
dinero para un terreno y un monumento inaugurado el mismo año de la
publicación del Manifiesto Comunista,
meses después de la insurrección de
1848. Allí se lee una inscripción simple:
“A la memoria de Flora Tristán, autora
de la Unión Obrera, los trabajadores
agradecidos. Libertad, Igualdad, Fraternidad, Solidaridad”.
Otro paralelo entre la abuela y el
nieto es que el pintor, que luego largaría la vieja Europa para irse a vivir
y pintar en la Polinesia, nació en ese
mismo año de 1848. Paul Gauguin
oía a su madre Alina hablarle de su
abuela como un personaje fabuloso,
una rara mujer errabunda y única, que
en aquella época hacía cosas como era
viajar de un continente al otro, cruzando mares, y
dedicando su vida a luchar por el socialismo y por
la causa de la mujer. Tal vez por eso mismo Gauguin llegó al Perú magnetizado por los pasos de su mítica
abuela, una mestiza vibrante de la vieja Europa y la
joven América.
En 1838 Flora Tristán había publicado en “Le
Voleur”, de París, algunas cartas íntimas de Bolívar
a su madre, Teresa Laisney. Se habían conocido en
Bilbao y se veían en París, cuando estaba casada con
Mariano Tristán. También visitaba la bisabuela de
Gauguin al científico Bonpland, amante obsesivo del
continente americano. Y este conversaba con Bolívar,
que tanto lo apreciaba que, años después, estando
el sabio naturalista preso en Paraguay, amenazó al
dictador Francia, “El Supremo”, con marchar para
liberar al “mejor de los hombres y al más célebre de
los viajeros”.
Flora Tristán vuelve a Arequipa entre 1833 y 1834,
y lo narra con tintas alucinantes en su libro “Peregrinaciones de una paria”, que aparece en dos tomos
en París en 1838. Es un libro áspero sobre nuestra
Hispanoamérica de entonces. Era tanta la crudísima
verdad que el texto mostraba que los pocos ejemplares
llegados a Arequipa -donde su tío, que había sido el
último Virrey seguía mandando- fueron quemados
en plaza pública. Más de un siglo y medio desde su
publicación el lector contemporáneo lo leerá con el
mismo interés, pues en muchos aspectos muestra
un testimonio fresco y muy actual de los problemas
de hoy de nuestra atrasada América.
Los que hicieron con esos licenciosos libros,
llegados de París, un auto de fe -una pira de una
extemporánea Inquisición-, tenían muchos motivos
para escandalizarse, desde su punto de vista conservador y atrasado, al quemarlos en plaza pública.
Era el amor propio de una oligarquía criolla herida.
Era el sentimiento de casta superior dentro de una
mentalidad todavía colonial. Y, sobre todo, lo que se
condenaba al fuego en el texto era su verdad absoluta,
su ideología revolucionaria con sabor a pecado capital
para la pacata aristocracia peruana de aquellos años,
espantados tanto como hoy los horrorizaría el ya viejo
y desgastado fantasma del comunismo.
Javier Villanueva, São Paulo, Brasil, enero de 2024
MARIO VARGAS LLOSA HABLA DE FLORA
TRISTÁN Y GAUGUIN
“El XIX no fue sólo el siglo de la novela y los nacionalismos: fue también el de las utopías. Tuvo la culpa
de ello la Gran Revolución de 1789: el cataclismo y las
transformaciones sociales que acarreó convencieron
tanto a sus partidarios como a sus adversarios, no
sólo en Francia sino en el mundo entero, de que la
historia podía ser modelada como una escultura, hasta
alcanzar la perfección de una obra de arte.
Con una condición: que la mente concibiera previamente un plan o modelo teórico al que luego la
acción humana calzaría la realidad como una mano
a un guante. Huellas de esta idea se pueden rastrear
muy lejos, por lo menos hasta la Grecia clásica. En
el Renacimiento ella cristalizó en obras tan importantes como Utopía, de Sir Thomas More, fundadora
de un género que se prolonga hasta nuestros días.
Pero nunca antes, ni después, como en el XIX, fue tan
poderosa, ni sedujo a tanta gente, ni generó empresas
intelectuales tan osadas, ni inflamó la imaginación y
el idealismo (a veces la locura) de tantos pensadores,
revolucionarios o ciudadanos comunes y corrientes,
la convicción de que, teniendo las ideas adecuadas
y poniendo a su servicio la abnegación y el coraje
debidos, se podía bajar a la tierra el Paraíso y crear
una sociedad sin contradicciones ni injusticias, en la
que hombres y mujeres vivirían en paz y en orden,
compartiendo los beneficios de aquellos tres principios
del ideal revolucionario del 89 armoniosamente integrados: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Todo
el siglo XIX está constelado de utopías y utopistas,
entre los que coexisten, junto a sectas entregadas
al activismo violento semejantes a la formada por
los discípulos de Noël Babeuf (1746-1797), pensadores
notables, como Saint-Simon (1760- 1825) y Charles
Fourier (1772-1837), empresarios audaces tipo el escocés Robert Owen, hombres de acción y aventura, entre
los que descuella el anarquista ruso Mikhail Bakunin
(1814-1876), soñadores más llamativos que profundos, tal Étienne Cabet (1788-1856), o delirantes del
género Jules-Simon Ganneau (1806-1851), mesiánico
fundador del Evadisme. El más importante de todos
los utopistas decimonónicos, en términos históricos,
fue sin duda Carlos Marx, cuya utopía “científica”
absorbería buena parte de las que la precedieron y
terminaría por cancelarlas a todas.
A esta dinastía de grandes inconformes, objetores
radicales de la sociedad en la que nacieron y fanáticamente persuadidos de que era posible reformarla de
raíz para erradicar las injusticias y el sufrimiento e
instaurar la felicidad humana, pertenece Flora Tristán (1803-1844), la temeraria y romántica justiciera
que, primero en su vida difícil y asaeteada por la
adversidad, luego en sus escritos y finalmente en la
apasionada militancia política de sus dos últimos años
de vida, trazaría una imagen de rebeldía, audacia,
idealismo, ingenuidad, truculencia y aventura que
justifica plenamente el elogio que hizo de ella el padre
del surrealismo, André Breton: “Il n’est peut être pas
de destinée féminine qui, au firmament de l’esprit, laisse
un sillage aussi long et aussi lumineux”. (“Acaso no haya
destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa.”)
La palabra “femenino” es aquí imprescindible.
No sólo porque, en el vasto elenco de forjadores de
utopías sociales decimonónicas, Flora Tristán es la
única mujer, sino, sobre todo, porque su voluntad
de reconstruir enteramente la sociedad sobre bases
nuevas nació de su indignación ante la discriminación
y las servidumbres de que eran víctimas las mujeres
de su tiempo y que ella experimentó como pocas en
carne propia”. (M.V. Llosa, 2003).
blog.javier.villanueva@gmail.com
www.albertointendente2011.worldpress.com
Argentino, establecido en Brasil,
profesor de idiomas, editor, traductor, escritor
y librero. Investigador y conferencista de temas
hispanoamericanos y de la historia y las culturas
de los pueblos nativos. Autor de más de una centena
de libros didácticos publicados en Brasil, y de dos
colecciones de cuentos en Argentina.